Editorial de la revista Biodiversidad
Editorial
Biodiversidad
Es sorprendente y misterioso el tejido de los saberes de cada lugar, de cada rincón. Sólo desde el centro de nuestra propia experiencia adquiere su sentido pleno lo que sabemos, lo que compartimos y ejercemos, para cuidar la vida. Y eso es lo que somos. Todo rincón es un centro: nuestra condición, nuestro entorno, nuestras circunstancias, nuestra historia y nuestros procesos actuales, son sólo nuestros, de quienes compartimos el lugar donde existimos. Esas circunstancias propias nos hacen diferentes de los demás pero al mismo tiempo nos hermanan con los otros porque a cada persona, familia, comunidad o colectivo, le ocurre lo mismo que a nosotros. Somos iguales porque somos diferentes. Es libertaria la idea de que todo rincón es un centro.
Tal tejido de saberes, vivencias, experiencias y visiones compartidas de rincón en rincón, viene desde el fondo de la humanidad, desde siempre, desde que la memoria recuerda la memoria de la memoria, o como lo dijera una señora de algún pueblo aislado en las montañas de algún lugar de América Latina cuando le preguntaron qué tan viejo era su pueblo: “los decires van más lejos que mi memoria y no se qué tan antigua sea mi comunidad pero ya varias veces se han muerto gentes de más de cien años”.
Así el dibujo que aparece en la portada de este nuevo número de Biodiversidad, sustento y culturas. Es tan actual lo que convoca y al mismo tiempo tan antiguo. Y es real la zozobra que algún espectador ha sentido de que algo terrible se muestra con esos rostros tapados, como sin identidad, pero lo cierto es que son colmeneros, mieleros, y su quehacer con las abejas y sus panales —que ahí se muestra—, sigue vigente incluso con los mismos mimbres, con los mismos canastos para cubrirse el rostro “porque se mira todo por entre el tejido pero protege muy bien contra los piquetes”. Igual debió ser cuando Bruegel dibujó a estos campesinos de los Países Bajos europeos en el siglo xvi. La misma sensación de solemnidad tal vez, de misterio o hasta temor pudieron convocar así vestidos desde el camino si algún viajero llegaba a toparlos. Pero la vestimenta sigue siendo eficaz, siguen siendo pertinentes los mismos rituales de trabajo y compañerismo, el mismo trato con las abejas y sus sociedades, porque hay comunidades para quienes sigue viva la apicultura. Los saberes relacionados se han transmitido desde entonces generación a generación y dentro de su misma tradición se actualizan. Dice Raimón Panikkar: “mediante una nueva encarnación de las experiencias tradicionales de la humanidad es como podemos ser fieles a ellas y es, además, sólo así como podemos profundizarlas y continuar la verdadera tradición. La auténtica tradición no consiste en la transmisión de fórmulas muertas o costumbres anacrónicas, sino en pasar la antorcha de la vida y la memoria de la humanidad”.
En el mundo moderno, el monopolio más total e impositivo es aquel que propone que todo método, toda práctica, todo razonamiento deben obedecer a una lógica industrial, aunque vaya contra las tradiciones y las estrategias comunes que durante milenios resolvieron la vida de la gente. Esto, que se reconoce poco, es una de las opresiones más profundas que sufrimos. Por esa lógica, el modo industrial suplanta todo quehacer, experiencia, inventiva, experimento y reflexión compartida que no siga la lógica de escala gigante y producción masiva —dañando inmensamente las escalas naturales del quehacer humano. Los métodos de la industria y las imposiciones de los técnicos, los políticos, los sistemas y los empresarios, son una barredora que puede arrasarlo todo en un suicidio planetario que no reconoce la importancia de ninguna relación, salvo la del dinero.
Y como el dinero sustituye todas las otras relaciones, la lógica industrial convierte todos los saberes en mercancía para hacer uso de ellos como partes de alguna producción en serie.
Tratar los saberes como mercancía es hacerlos cosas y tornarlos vacíos y ajenos. Es despojarlos del impulso creativo —y comunitario— de donde surgieron. Los saberes mercantilizados se tornan “conocimientos” enseñados por los “profesores”, certificados grado a grado por los “expertos” en el sistema oficial “educativo”, “económico”, “científico” o “asistencial”, hasta quedar desligados de la comunidad de donde surgieron. Entonces los controladores de empresas y gobiernos a nivel local, nacional y mundial pueden condicionarlos a su antojo y hasta utilizarlos contra la gente que antes les iba dando forma libre.
Que sean una mercancía los hace propensos de compra-venta. Estar certificados, usarlos como cosas, los pone a jugar como “propiedad”, en este caso “propiedad intelectual”, patentable. Al patentarse, son secuestrados del todo, y no pueden ya fluir en su eterna transformación creativa. El patentamiento es destruirlos como bienes comunes, es destruir la creatividad social. Porque es absurdo patentar todo el quehacer de una comunidad o adueñarse de los elementos que hacen la vida de toda una comunidad, un pueblo, una región. ¿Cómo es posible patentar la cultura de un pueblo? Pero se hace. Y cuando no se patentan, se menosprecian. La arrogancia académico-técnica puede considerar esos saberes “superstición, subjetividad, sentido común, ignorancia”.
Así, mucha gente los abandona y adopta el “conocimiento” de los expertos, que cuesta dinero, y que entraña también sumisiones y dependencias además de ser (en muchas ocasiones) contraproducente y nocivo porque se basa en supuestos ajenos, externos y que emparejan.
Se erosiona así la verdadera civilización popular que a contrapelo de los sistemas mantiene al mundo andando.
Porque los saberes no son cosas. Son tramados muy complejos de relaciones, muchas de ellas ancestrales, y se entreveran con la comunidad, el colectivo, la región, la circunstancia, la experiencia de donde surgen y donde se les celebra como parte de un todo que pulsa porque está vivo. A ese todo los pueblos indígenas del mundo le llaman territorio: ahí es donde los saberes encarnan, crecen y se reproducen mediante la crianza mutua, porque son pertinentes al entorno social, natural y sagrado que los creó y sigue creando. Pueden ser técnicas de cacería, métodos de siembra, limpieza, recolección, pesca, hilado, alfarería, cocción, herrería, costura, selección de semillas o su cuidado ancestral. Formas más abstractas como cosechar agua, equilibrar torrentes, convocar lluvias, recuperar manantiales, curar los suelos, desviar los vientos, curar nostalgias, pérdidas, malos sueños, dar a luz o restañar heridas. Son actitudes de dignidad y de respeto, pero también el empeño de no dejarse oprimir. Son modos de la querencia pero también modos de equilibrar el daño, la culpa y la zozobra. Son también formas de organización y de hacer claro el trabajo y la vida social compartida, son formas de lucha y resistencia contra el olvido.
Entonces muchos pensadores y la gente común, por igual, nos damos cuenta que el saber siempre se construye en colectivo, que no es posible que sepamos nada solos, que el saber individual es imposible, porque decir saber es decir lenguaje y el lenguaje es nuestro bien común más vasto y más expansivo. Entonces vamos entendiendo que los saberes son bienes comunes libres, y que si se privatizan se rompe el sentido de nuestra vida y se pone en riesgo el propósito fundamental de dichos saberes que es fortalecer la relación natural de respeto, cuidado y justicia entre las personas, las comunidades y el territorio natural donde nos relacionamos. Los saberes, construidos expresamente en colectivo, son la base de nuestras posibilidades de resistencia y utopía. Por eso, para que sigan vivos esos saberes, debemos asumir expresamente su impulso de resistencia.
Hoy, los pueblos, las comunidades, los colectivos indígenas-campesinos, pero también los colectivos urbanos de barriadas y favelas saben que para romper los cercos hay que reivindicar la construcción propia de los saberes, el impulso a nuestro tejido común de saberes no certificados, nuestra recuperación de la historia propia, nuestro propio diagnóstico de las condiciones que pesan sobre nuestra región, nuestros canales de confianza, nuestra creatividad social, es decir nuestra autogestión integral.
Biodiversidad, sustento y culturas, quiere ser un espacio real para hacer viable este sueño. En ese tejido compartido, nuestra revista puede ser una herramienta para intercambiar experiencias y hacerlas fuertes. Para impulsar acciones conjuntas y reflexiones colectivas de largo plazo. Por eso en este número en particular, quisimos celebrar los saberes que son el corazón de la tradición milenaria de los pueblos, las comunidades, los colectivos, y queremos reivindicarlos para que recuperen su fuerza y su potencial de sugerencia, creatividad y justicia.
Los saberes no son cosas, son tejidos de relaciones. Son procesos. Si seguimos viendo los saberes locales como cosas nos quedamos en la nostalgia de lo que se nos pierde o nos privatizan. En cambio, si reivindicamos con fuerza comunitaria los saberes y estrategias que construimos colectivamente, la visión que vamos compartiendo más y más, el trabajo común, desde nuestros rincones que son centros será más probable defender la vida con toda su esperanza.
Etiquetas: GRAIN
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal